TU SERÁS REY, La Juventud…

Por Anacleto Gonzalez Flores

2ª. Edición
Comité Central de la A. C. J. M.
México, 1950
El reino de los cielos se alcanza a
viva fuerza y los que la hacen son los
que lo arrebatan.
—Evangelio de San Mateo

LA JUVENTUD

La juventud es bella y radiante como la estrella que brilla en el oriente al amanecer.
Hechiza a los que la poseen y a los que la han perdido. Es una embriaguez de ensueño y
de ilusión, que produce el vino fuerte y oloroso del odre rebosante de la vida. Por esto
nadie quiere perderla. Por esto todos aspiran a su posesión. Y por esto todos la lloran el
día en que —como en uno de los libros de Shakespeare— se le ve llevada río abajo
como a Ofelia coronada de ranúnculos y de blancura, náufraga y perdida en la corriente
de los años.

Si es verdad —como lo es— que todos los días nacemos y morimos, nuestro corazón
es una cuna por la mañana y una tumba al anochecer, cuando naufraga el bajel del día.

Todos hemos visto, estremecidos por el oleaje de la savia nueva, nacer nuestra juventud;
y muchos, que ya la vieron morir, llevan todavía empinado en su corazón el largo
sollozo que no se acaba y que se juntó a la última plegaria que se rezó al lado del
cadáver bello de la juventud. Porque hasta muerta es bella la juventud. Y cómo no había
de serlo —hasta la embriaguez y la locura— cuando sueña y canta a lo largo de nuestras
venas y corona nuestra frente con sus manos olorosas a primavera.

En medio de la Grecia inmortal, apareció una vez un hombre austero y pensativo;
había llenado de asombro a sus contemporáneos con su vida serena y armoniosa; sus
palabras tranquilas y reposadas —como agua mansa que se va— pronunciaban oráculos
y desconcertaba a los hinchados y a los sofistas. Bien pronto se vio rodeado, en las calles
y en las plazas de Atenas, de dos jóvenes ávidos de oír y estar al lado del maestro. Aquel
maestro era Sócrates. Su instinto de moldeador de porvenir y de esperanza, lo había
hecho prendarse, por encima de todas, las bellezas de Grecia, de la juventud. Vivía
embriagado con el aliento virgen, fresco —como de odre perfumado— de la juventud. Y
vivía, como el alfarero, con las manos austeras hundidas en el barro humedecido de las
almas y con los ojos en espera, hacia la distancia remota del nuevo día. Así lo sorprendió
y arrebató la muerte. Porque cuando la mano de la infamia se cebó en la vida del
maestro de la juventud griega y extendió hacia él la copa de la cicuta, Sócrates respiraba
el aliento de la juventud y murió embriagado de juventud y rodeado de juventud. Y las
últimas palabras del filósofo mártir fluyeron de sus labios tersos y serenos —como un
tranquilo raudal que desciende de la montaña— y fueron el testamento que escribía para
la juventud.

¿Qué arrebató hacia las rutas por donde marcha la juventud —con tanto y tenaz
afán— la vida de Sócrates? ¿Pensaba acaso y solamente en la Grecia futura, enterrada en
el barro de los corazones vírgenes y nuevos y veía despuntar los contornos de la ciudad
poblada de bardos, de pensadores y de estadistas? ¿O fue que, inconsolable después de
haber enterrado su propia juventud, buscaba el contacto espiritual de las fuerzas
nacientes y de las alas de los pájaros empinados en los nid os que hacen ensayos para
echarse en el mar azul del espacio? ¿O aparte de sus ansias de ciudadano del porvenir y
de la muerte llorada de su propia juventud, había vislumbrado algo en la esencia íntima
de la juventud, y había visto cara a cara algún alto milagro de belleza, que jamás será
posible encontrar en ninguna otra edad de la vida? Y en este último caso, ¿qué lo

arrebató para siempre y lo echó a andar por las calles de Atenas, como un viajero
incansable, detrás de cada vida recientemente despertada a la plenitud de la energía
juvenil?

Será difícil contestar satisfactoriamente estas preguntas hechas en derredor de un
maestro y de un pensador que lo quiso arriesgar y perder todo por la juventud. Lo cierto
es que Platón, que oyó al maestro y se quedó para siempre prendado, a su vez y desde su
juventud, de la fisonomía moral de Sócrates, y que quiso, y lo consiguió
superabundantemente, cuajar el recuerdo de su maestro en el molde de la inmortalidad,
en el Fedón, diálogo claro y hermoso como estrella de media noche, pone en los labios
del mártir estas palabras: “El riesgo es bello y debemos embriagamos con él”. Y
Sócrates había vivido embriagado de riesgo, había apurado el cáliz del riesgo a cada
paso y había entregado su cabeza al golpe último en plena embriaguez de riesgo: del
riesgo supremo de perder la vida.
A través de estas inesperadas y fuertes palabras: “El riesgo es bello y debemos
embriagarnos con él” es posible ver pasar un vislumbre para dar explicación cabal a la
fiebre de moldeador que alentó —en su peregrinación de iluminado del porvenir— al
maestro más alto que tuvo la juventud de Atenas. Y si el riesgo fue la más ardiente
pasión de Sócrates y lo buscaba con ansia y con delirio entre la juventud, se encontró
cara a cara con la belleza insuperable del riesgo, mejor dicho, del gesto desdeñoso que
pasa por encima de todos los riesgos con la misma tranquilidad con que el águila rasga
el espacio y ve el pavor de los abismos con su larga mirada de altivez y de menosprecio;
debió ver a la juventud con el mismo hondo estupor y el mismo incontenible arrebato
que pasa en rápida y vertiginosa corriente de calosfrío a lo largo de nuestro ser, cuando
somos testigos —en el presente o en el pasado, en las páginas de la historia—, del paso
de las almas ávidas de altura, de riesgo y de abismo, con la mano y el pensamiento
encima del oleaje alborotador de la tormenta.
Aseguran algunos historiadores que Alejandro el Grande, poco antes de intentar la
conquista de Asia, distribuyó su reino y sus tesoros entre sus amigos todos: iba en busca
del riesgo; sentía el vértigo del riesgo. La tranquilidad lo asustaba; la seguridad lo había
hastiado. Y cuando uno de sus amigos le dijo —al verlo despojado de todo su reino—:
¿Y qué dejas para ti?—“La Esperanza”, respondió Alejandro tranquilamente.
Alejandro vivía y vivió —con sus sueños de conquistador— embriagado con la
belleza del riesgo. Y Enrique Ibsen, en uno de sus más fuertes dramas, ha realizado
soberanamente todo el hechizo que tiene la belleza del riesgo y ha expresado, con una
energía inesperada, el arrebato interior que pasa a través de las almas que llegan a
encontrarse en presencia de la sublimidad del riesgo. Brand —que es el personaje central
del drama— se arroja en medio del oleaje rugiente, en una frágil barquilla, y va en busca
de un hombre para salvarlo. A su regreso se le presenta un hombre que —lleno de una
viva e irresistible exaltación— le dice: “La tempestad rugía y el mar llenaba de espanto.
Tú te arrojaste, desafiando mar y tempestad. Más de uno experimentó a un tiempo calor
y frío en el corazón. Fue como sol; después como viento que pasa. Parecía que las

campanas se lanzaban al vuelo y tocaban a rebato”. Más vivamente, será difícil expresar
todo el inmenso e irresistible hechizo de la belleza del riesgo y de los que se arriesgan. Y
Sócrates tuvo razón de prendarse para siempre de la juventud si, entre otras cosas,
buscaba la presencia permanente y real de la belleza y del riesgo.
Pues afirmemos ahora que uno de los atributos esenciales, íntimos y profundos de la
juventud, es la belleza del riesgo; o en otros términos: la audacia, la osadía que fluye,
que irradia a flor de vida en forma tangible y de una manera permanente, no de un modo
accidental. Y la osadía, la belleza del riesgo, es atributo esencial de la verdadera
juventud.
Fue Lacordaire el que escribió estas palabras: “La juventud es sagrada a causa de sus
peligros”. Y el peligro supremo de la juventud consiste en saber y querer arrojarse en el
mar del peligro, en la corriente amenazadora de todos los riesgos con la canción en los
labios, con un gesto de desdén en la boca y con una ciega confianza en el éxito. Y esto
sucede todos los días y en todas las cosas, cuando se trata de la verdadera juventud, de la
juventud que no ha perdido todavía sus atributos esenciales, íntimos y característicos.
La vida es un riesgo permanente; riesgo en el orden físico, riesgo en el orden moral,
riesgo en el orden intelectual, riesgo en el orden político, riesgo en todos los aspectos de
la actividad humana. En vano todos los días trabajan los hombres por echar la nave de la
vida por rutas exploradas y bien conocidas. No se ha llegado hasta ahora más que a tener
una seguridad demasiado relativa. Porque al poco andar truena la tormenta sobre las
cabezas de los viajeros, el abismo abre sus enormes fauces y el peligro asoma su cara
amenazadora y trágica. “El Titanic”” fue un barco que representaba el máximo esfuerzo
hecho para afianzar la seguridad ante los riesgos del mar. Fue botado al agua con un
gesto de orgullo y de confianza ilimitada. Sin embargo el “Titanic” acabó su historia de
celebridad con un hundimiento arrasador provocado por un riesgo que se hizo también
muy célebre. Y contar en estos momentos los barcos que se han hundido y los náufragos
que ha habido en el mar inmenso de todos los demás riesgos —batallas del pensamiento,
de las escuelas, de los sistemas, de la política, de la guerra y de las doctrinas— sería lo
mismo que tener que repetir página a página la Historia, que es toda entera un inmenso
naufragio de todas las flotas humanas, en el océano de todos los riesgos.
Bonaparte creía haberlo asegurado todo con la punta de su espada vencedora:
conquistas, trono, dinastía y porvenir. Pero bien pronto naufragó en el mar de los
riesgos, y él mismo tuvo que decir: “Waterloo borrará el recuerdo de tantas victorias”.
La vida es, por tanto, un riesgo perenne. Y en presencia de ella todos buscan su
puesto y asumen una actitud que viene siempre determinada por la naturaleza íntima y
propia de cada edad. Los niños ríen y juegan delante de la vida, porque ignoran aún todo
el alcance inmenso de riesgo y de tragedia que hay en el fondo de cada existencia. Los
viejos —que se ufanan de haberlo visto y saberlo todo— miden con balanzas de
precisión todas las situaciones, todas las actitudes y, sobre todo, no tienen en sus labios
otra palabra que la prudencia. Y para los viejos, la prudencia consiste en pensarlo todo,

en medirlo todo, en calcularlo todo a manera de tener apretada entre los dedos la
seguridad, y de esquivar hábilmente todos los riesgos.
La vejez, que es el polo opuesto de la juventud, todo lo teme, se siente escoltada de
riesgos y jamás se aventura. Cuando se pone en marcha todo lo ha calculado. Y si alguna
vez parece arrojarse, no hay en su gesto de audacia más que meras apariencias, porque
ha procurado preverlo todo y asegurarse contra todos los riesgos,
¿Y qué hace, qué ha hecho, qué hará eternamente la juventud? Longfellow, el alto
bardo norteamericano de las estrofas del atrevimiento y del esfuerzo, ha escrito la
respuesta en su poema “Excelsior”, que es el símbolo más cabal y vibrante de la esencia
íntima de la juventud. Asciende el mancebo de “Excelsior”, ebrio de arrojo y de
ensueño, por el flanco de la montaña. Va a desafiar todos los riesgos de la altura. Hay a
cada lado del camino, pendientes cortadas sobre el abismo; a cada paso va a ser
necesario estrujarse las manos en las escarpaduras afiladas de las rocas; habrá que
agarrarse ansiosamente a una de las ramas de los pinos y podrá suceder que la rama se
desgaje y él ruede al ventisquero; la nieve es resbaladiza y el pie puede perder el
equilibrio y despeñarse el viajero en el precipicio; los tejos de hielo pueden deshacerse
bajo la lumbre del sol y arrastrar a su paso árboles, piedras y caminantes; puede asomar
inesperadamente alguna fiera y derribar de un zarpazo la audacia del mancebo. Y todos
estos riesgos los gritan al oído del mancebo los viejos que han visto caer a muchos
peregrinos tragados por el abismo; las aldeanas asombradas ante el joven osado que
marcha hacia arriba, y estremecidas de compasión y de fuerte simpatía; los antiguos
moradores de la montaña que saben cuántos no han vuelto de la jornada de ascensión. Y
el mismo mancebo sabe todos esos riesgos; pero los busca ansiosamente como a la
mujer amada, como el pájaro bebe el azul del cielo y como el brote se empina hacia la
luz del sol. Y quiere desposarse con el peligro, quiere sentir la embriaguez del riesgo. Y
quiere clavar su bandera, la bandera que lleva su diestra, en el picacho coronado de
nieves y hartar su hambre de ensueño en la ebriedad de la osadía y de la victoria. Y esto:
desafiar ventisqueros y derrumbes, aludes y deslaves, lobos hambrientos y oscuridad de
la noche, ha hecho y hará la juventud, la verdadera juventud, en presencia de la vida, a
pesar de su erizamiento de peligros.
Por esto a la juventud se le encontrará siempre en las vanguardias. Y allí donde sea
necesario respirar arrojo y gallardía, allí donde sea preciso saludar cara a cara todos los
riesgos, allí estará la juventud y allí se le encontrará siempre dispuesta —como el joven
del poema de Longfellow— a desposarse en medio del vértigo de la altura, con el
ensueño, bajo los besos radiantes de la aurora.
Ahora ya podemos escribir al lado de la frase de Lacordaire, esta frase muy parecida
a la suya: “La juventud es irresistiblemente bella, con la belleza del riesgo, es decir, con
la belleza de la osadía”.
Un día —ya entonces se había Sócrates desposado para siempre con la belleza del
riesgo supremo— se echó a andar por las calles de Jerusalén, un joven hermoso,
tranquilo y sereno. Acababa de salir del taller de un carpintero. No había oído a ningún

maestro de filosofía. No venía de la Academia de Platón ni se había paseado al lado de
Aristóteles para escuchar sus lecciones. No había sido legionario de ningún ejército ni
había acompañado nunca a los conquistadores. Se había presentado con los brazos
caídos a lo largo del cuerpo y en actitud de reto supremo. Nadie había dicho, ni nadie
había pronunciado palabras más recias y osadas. Nadie había vuelto sus ojos tan
atrevidamente, como El, contra el mundo. Su filosofía era el fermento de una inmensa,
profunda y radical evolución. A lo largo de su pensamiento, pasaban —como centellas y
relámpagos de media noche— vislumbres aterradoras. Césares, capitanes, ricos, pobres,
sabios, conquistadores, navegantes, artistas, en fin, todos los hombres más atrevidos y
audaces, al oír sus palabras habrían quedado aterrados de aquella inmensa osadía.
Alejandro había soñado reinar en el Asía y tenía sus soldados, sus capitanes y su
prestigio de caudillo. Aquel extraño Maestro anunciaba la conquista del Mundo, la
derrota de las escuelas, la bancarrota de los sistemas, la caída de los tronos, el
hundimiento de los ejércitos, al solo conjuro de sus palabras. Y, sin embargo, no tenía
más que un traje para su cuerpo y podía decir que no tenía “una piedra donde reclinar su
cabeza”. Aquello no podía ser otra cosa que la más alta locura o la más fuerte osadía que
ha cruzado por el mundo y por la historia.
Muchos siglos después, un hombre que había bebido el vino fuerte de todas las
osadías, que había pasado escoltado de todos los riesgos y que había derribado príncipes
y capitanes, pero que había caído en un peñasco del mar, como águila asaeteada en la
mitad de su vuelo, hacía —en la Isla de Santa Elena— el balance de sus victorias y de
sus empresas, y midió su propia estatura, en frente de las abiertas páginas de la Historia,
con Alejandro y con César, con Carlomagno y Mahoma y tuvo que hallarse —entre los
más osados— ante el joven carpintero que acababa de salir de su taller cuando
emprendió la más desconcertante y audaz de todas las conquistas. Y tras de reconocer él
—Bonaparte— que su carrera había concluido en la tarde obscura de Waterloo, como
habían concluido las de todos los otros audaces de la historia, señaló con su índice —con
el mismo índice con que señalaba el rumbo de la victoria a sus mariscales y a sus
granaderos— al joven nazareno, entregado todavía a la tarea de quebrar cetros, de volcar
tronos, de revolver escuelas y filosofías, de echar entre las astillas de todas las cátedras
las tablas de todos los sistemas, y de enviar —con un gesto eternamente radiante de
juventud y de osadía— sus bajeles hacia todas las playas y hacia todos los polos; sus
banderas hacia todas las fronteras para repetir lo mismo todos los días, minuto a minuto,
en medio de todas las crisis y de todas las tempestades y de las persecuciones más
enconadas, levantadas contra El.
Bonaparte había visto a los príncipes y reyes de Europa en las filas de su ejército, y
para él no eran más que simples y humildes sargentos al lado de sus granaderos. El—el
carpintero— había hecho algo más: Alejandro y César, Aníbal y Carlomagno y aun el
mismo Bonaparte y todos los maestros y todas las escuelas y todos los estadistas no
habían venido a ser más que obscuros guarismos en el juego complicado de los
acontecimientos y humildes reclutas o abanderados del grande, del inmenso reino de

Jesús. Y ¿cómo empezó este inmenso y único audaz de la Historia? Con nada. No había
hecho otra cosa que andar por las calles de Jerusalén y por los caminos de Judea. No
tenía ni tuvo más herramientas que su palabra. Y a partir de ese momento se han
conjurado contra El todos los riesgos de la vida, de la política, del pensamiento, de la
palabra, de la guerra y de la historia. Y ha habido momentos en que se pierde en el
oleaje de la tormenta y en que el riesgo de hundirse es, al parecer, seguro, inminente,
inevitable. Y hay, y ha habido instantes en que sus enemigos piensan haberlo matado,
juzgan que lo han enterrado y que ya no se levantará a intranquilizar reinos ni escuelas y
que ha muerto en el desierto del olvido.
Pero bien pronto se repite la historia. Y cuando los perseguidores del Maestro han
agotado la copa del odio y la han vaciado sobre todas las frentes y preguntan—como el
retórico Libanio, bufón de Juliano el Apóstata— “¿Qué hace el carpintero?”, no falta
quien dé la misma respuesta: “Hace un ataúd para sus perseguidores”. Y hoy mismo,
aquí, en medio del vértigo, olvidado del delirio de la persecución, y cuando se le creía
muerto, sepultado, olvidado y derrotado, y las puntas de las bayonetas escarban trémulas
de furor en la conciencia nacional, para desenterrar hasta sus despojos y repartirse sus
vestiduras como lo hicieron los tahúres en la tarde obscura del Calvario… se repite el
espectáculo glorioso del Domingo de Ramos y, a despecho de los legionarios del César
y de la rabia de los verdugos, pasa otra vez —por millonésima vez— siempre radiante
de juventud y de osadía, sentado sobre su pollina, mientras de las grietas de todos los
sepulcros, de los labios inmensamente abiertos de todas las bocas —de catorce millones
de bocas— y de los cuatro ángulos de nuestra Patria se levanta más estruendoso que
nunca el “hosanna” del siglo, el “hosanna” de estos momentos de guerra, el “hosanna”
que clavan todos los días en el puño de los perseguidores todos los perseguidos, y que es
el “Viva Cristo Rey”, que hace pocos días dijeron de rodillas trescientos millones de
católicos.
Y si en estos instantes —en medio de la ebriedad del odio y de la noche de las
cárceles— repiten los cesares y los verdugos la vieja pregunta y dicen de nuevo, con un
gesto de sarcasmo y de ironía: “¿Qué hace el Nazareno?”, oirán otra vez la misma vieja
respuesta: “Fabrica ataúdes para sus perseguidores”. Más aún: no será la generación
venid era, ni serán los hijos de nuestros hijos; sino esta misma generación, la que hará
muy pronto con sus propias manos, los ataúdes y dará sepultureros y enterradores.
No ha habido ni habrá jamás osadía como la de Cristo. No ha habido y no habrá
jamás juventud más viva y fuerte que la de Cristo. Y si Sócrates —que se había dejado
hechizar por la juventud de Atenas— hubiera conocido a Cristo, habría sido el segundo
mártir y el más ferviente adorador del Maestro de Nazaret.
Fue Tertuliano el que dijo que el alma humana es naturalmente cristiana. Se puede
igualmente decir que la juventud —por lo que tiene de alta y permanente osadía— es
naturalmente cristiana. Y puede decirse más: la juventud se completa, se robustece y se
asegura contra su debilitamiento o su extinción, poniéndose bajo el aliento
perpetuamente juvenil de Cristo. Porque el Cristianismo —tanto en fuerza de su

estructura ideológica como de sus corrientes históricas— es la doctrina del riesgo y de la
dirección de la vida para cruzar victoriosamente a través de todos los riesgos. Porque no
es tan poco atreverse a afrontar los riesgos de ser santo. Ni mucho menos los riesgos de
ser mártir. Y el Cristianismo —ideológica e históricamente considerado— es la doctrina
de la osadía santa, de la santidad y del bien. Juntar sus dos manos mojadas en el odre
nuevo de la vida, la juventud, con la perenne juventud de Cristo, es lo mismo que fijar la
dirección de la propia osadía y ponerla en fecunda y directa función con el bien, con la
verdad y con el propio destino.
Porque no debe llevarse en alto la bandera del arrojo y de la audacia nomás por
embriagarse en el mar amenazador de los riesgos; es preciso que se busque —que la
juventud busque— la embriaguez del riesgo del bien, por el bien, para el bien y para la
verdad. Ricardo León, en el “Hombre Nuevo”— uno de sus últimos libros— traza los
contornos de un personaje, Juan de Monterrey, que busca el riesgo y se echa en él,
solamente por saciar su hambre de peligro, de vértigo y de audacia. Pero es navegar a
vela desplegada sin brújula, y naufragar también sin brújula y sin objeto. De aquí que la
juventud, al lado de Cristo, realizará la fórmula única que hace y hará inmensamente
fértil, la osadía ante los riesgos dentro del bien y para el bien. De otra suerte sólo se
poseerá el vértigo, la locura del suicidio. Porque suicidarse es echarse en el océano de
todos los riesgos, solamente por verlos de frente y embriagarse en su presencia.
Incorporada la juventud de cada hombre en la juventud eterna de Cristo, se sumará
una osadía a otra osadía; y sumadas esas dos grandes audacias, se formará el nudo que
abarcará todos los destinos. Es muy conocida esta frase: “Audaces fortuna juvat”, es
decir, la fortuna se rinde a los audaces. Y esta es una gran verdad. Todos los éxitos y
todas las alturas han sido y seguirán siendo de los audaces. Y porque Cristo es la audacia
más alta que ha pasado y sigue pasando a través de la Historia, ha sido y seguirá siendo
el más afortunado.
César, al contarnos su historia, agotaría sus éxitos en un día. Bonaparte los contaría
en un volumen de algunos cientos de páginas. Cristo agotaría la vida de muchos
hombres si abriera sus labios para hacer la historia de sus batallas, de sus conquistas yde
sus éxitos. Y es que la fortuna se le ha entregado toda entera y se ha rendido ante su
inmensa e irresistible osadía.
Juntarse la juventud con Cristo, es asociar la propia fortuna y la propia audacia, no
con la fortuna de César sino con la fortuna del más osado que ha hecho su aparición en
la trama de la historia y en la urdimbre complicada de todas las vidas. Y es también
desposarse la propia juventud —que es la audacia de un día— con la juventud de Cristo
que es la audacia de lo eterno. Por esto los mártires y los santos han visto y ven todos los
días, sin lágrimas ni sollozos, que el cauce de su vida remonta todas las distancias; pues
han bebido en la fuente de juventud eterna de Cristo, los raudales de una fertilidad que
nunca se agota y de una audacia que nunca se cansa, ni se extingue, ni se fatiga.
Y mientras los viejos del cuerpo y del alma tiemblan y se azoran delante de todos los
riesgos y se entregan a la parálisis, a la inercia y a la indecisión de los que a nada saben

atreverse, ellos —los mártires y los santos— llenan sus ánforas en la corriente de la
osadía eterna y marchan tranquilos en presencia del inmenso riesgo de ser mártires y de
ser santos.
En torno a la fuerte personalidad de Leonardo de Vinci, se cuenta un hecho que
puede ser una mera anécdota, pero que en todo caso tiene el alcance de un hermoso
símbolo y de una lección perdurable para la juventud. Buscaba Leonardo de Vencí —en
medio de su largo insomnio de artista— un ejemplar viviente que le sirviera para
vislumbrar los rasgos de la fisonomía y de la figura de Cristo, para el cuadro de “La
Ultima Cena”. Después de largas y agotantes fatigas, descubrió al mancebo que podría
ser un boceto de la plenitud juvenil y de la hermosura de Cristo. Y en presencia de aquel
boceto, en que temblaba y ardía, en la carne, en la sangre y en la sustancia recóndita del
espíritu, la lumbre de la juventud, trazó el pincel de Leonardo la figura tranquila, serena
y luminosa de Jesús. Se asegura que había pasado algún tiempo y que era llegado el
instante de que aquel príncipe del color y de la línea hiciera aparecer en su cuadro
inmortal a Judas, el traidor. Y dado a buscar el boceto de carne viva que le
proporcionara los rasgos de la figura y de la fisonomía del apóstol maldito —cabal
antítesis de la figura y de la fisonomía del Maestro— se fijó en un hombre que era como
una pequeña ciudad que había sido entrada a saco y que había padecido los estragos de
un incendio devorador. Todo: la mirada torva, la frente mustia y arrugada, el rostro
contraído, el cuerpo un tanto encorvado, la laxitud de los brazos y de la cabeza,
denunciaban al primer golpe de vista, un cuerpo y un alma que habían derrochado todas
sus reservas de gallardía y de audacia y que habían agotado las fuerzas vivas de la
juventud. Y de aquel resto de un secreto, desconocido y remoto naufragio, salió para
completar el grupo de los doce, juntamente con el Maestro, Judas, el traidor. Leonardo
—movido por el atisbo lejano de una semejanza imprecisa y dudosa con otro boceto ya
conocido—, interrogó a aquel hombre acerca de su nombre y de sus antecedentes. Y
entonces aquel hombre —resto mutilado de uno de los muchos y trágicos naufragios en
que se hunden muchas vidas— aquel hombre que era todo un viejo del cuerpo y del
alma, dijo que él no era más que el doloroso recuerdo del joven fuerte y gallardo, donde
la mirada larga y encendida de Leonardo había buscado porfiadamente el boceto de
Cristo y donde había logrado encontrarlo.
Ser joven, permanecer joven, conservar—en plenitud de vigor y de gallardía y como
bandera desplegada en presencia de todos los riesgos de la vida —la audacia santa de la
santidad y del bien, es parecerse intensamente a Cristo, es ser su boceto y estar muy
próximo a El. Envejecer del cuerpo y del alma, —sobre todo del alma— y saquear todo
el venero de reservas vivas y de arrojo de la juventud, y echarlas en el vértigo y en el
oleaje del exterminio, bajo las alas abiertas del buitre que devora osadías y
atrevimientos, es alejarse de Cristo, es volverle las espaldas a Cristo, es aproximarse a
Judas el traidor, es no tener ni el valor de afrontar los propios remordimientos y acabar
por querer estrangularse y estrangularlos con una cuerda atada al cuello y suspendida de
un árbol.

Por esto, no basta ser ni haber sido joven una vez. No basta haber sido vivo y
palpitante boceto de Cristo, ni basta haberse asociado un día a su eterna juventud. Es
preciso ser joven con la juventud de los mártires y de los santos; todos los días y en
todas partes. Es preciso vivir permanentemente asociados a la osadía inmensa de Cristo,
a su inacabable juventud, para no ser solamente el resto ennegrecido y mutilado del
naufragio de una vida que ha sido saqueada y entregada a la lumbre devoradora del
incendio que arruina y que mata las fuerzas vivas de donde arranca la audacia santa de
ser buenos, de ser mártires y de ser santos.
Es preciso que hoy mismo toda nuestra juventud —muchachas que llevan coronada
su frente por la aurora de la ilusión y muchachos que ya han empezado a saludar la
presencia de las fuerzas nacientes e impetuosas— junten sus dos manos, todavía
mojadas en el odre de la vida, con las dos manos de Cristo, mojadas todavía en la sangre
de su audacia —que es la osadía más santa de todas las osadías— para que ni todos las
naufragios, ni todos los incendios, ni todos los riesgos logren cortar ni secar el nervio de
la juventud, y para que marche siempre al lado del Nazareno, que es la personalidad más
osada que ha visto la historia, y el poder inextinguiblemente joven que ha revuelto, que
revuelve y revolverá —hasta el último día con sus batallas y sus atrevimientos—
escuelas, sistemas, filosofías, pensamientos, doctrinas, reinos, tronos y ciudades.
Es la hora de los grandes riesgos y de las grandes osadías. Nos hallamos en el cruce
donde se han dado cita, y a donde han llegado en tropel vertiginoso todos los riesgos. No
se le puede rezar a Dios, no se puede bendecir a Cristo, no se le puede cantar a la
libertad sin que el puño de los verdugos estruje brazos, amordace labios, quiebre plumas
y hunda su espada hasta la empuñadura en el pensamiento y en las conciencias. El que
se atreve a cantar a Dios tiene que ir a platicar con la sombra, a beber ya apurar el cáliz
de la soledad a la mitad de la noche y encontrarse rodeado de picas ensangrentadas. Y
porque esta es la hora de los grandes riesgos y de las grandes osadías, es también la hora
de la juventud, solamente de la juventud. Los viejos del cuerpo y del alma no quieren, ni
pueden tener puesto en esta batalla. Ellos han perdido la osadía y no podrán tolerar ni la
visión lejana de los grillos y de los calabozos.
Pero la juventud sí sabe, sí quiere, sí puede ir y estar en el cruce de los riesgos
ásperos de esta hora de sombra. ¡De pie —toda entera—, recia juventud de mi Patria!
Que allí, en el cruce tormentoso de todos los riesgos, estés presente: allí, por encima de
las puntas erizadas de las espadas; allí, por encima de los puños crispados de los
verdugos; allí, por encima de la legión de todos los pretorianos; allí, por encima de la
noche profunda de todas las cárceles y de todos los calabozos, se te vea —en plena
embriaguez ante la belleza del riesgo— extender largamente, ansiosamente tus brazos y
juntar tus dos manos —olorosas a primavera y mojadas en savia nueva de encino joven
y fuerte— con las dos manos de Cristo, mojadas en la sangre de todas sus batallas, y que
de esa tu inmensa embriaguez con Cristo —por encima de todos los verdugos— salgan
la Iglesia y la Patria, rescatadas, radiantes y rejuvenecidas.